lunes, 2 de junio de 2008

ACOMODANDO MI CUARTO

Pasó algo de lo más extraño hace poco. Podría ser normal para otras personas (aunque definitivamente no para las que conozco). 
Estoy construyendo un pequeño nido dentro de una cueva, en medio de una colonia de casas en una ciudad de peligrosos desconocidos (peligrosos, principalmente, porque existe la posibilidad de que se conviertan en cualquier momento en compañeros, familiares, amigos o tan sólo soportables conocidos). 
El proceso es lento y, de hecho, poco productivo, pero aún así siento la necesidad de llevarlo a cabo, como el primer lengüetazo reticente que se le da a algún dulce de color extraño y sabor impredecible. El protocolo es poco claro y a momentos incluso inexistente. Muchas de las reglas que me impuse son arbitrarias e innecesarias, por lo que invariablemente sigo mi criterio (será la primera vez) y termino ignorándolas

Cualquier libro que haya comprado hace más de tres años y no haya leído se va.
Cualquier cosa cuya existencia haya olvidado por más de dos años se va.
Cualquier cosa que me recuerde a cosas que de todas formas recuerdo constantemente pero que preferiría olvidar se va.

Pero al final todo se queda. Pasa por el camino estante/librero/cajón – bolsa de basura – estante/librero/cajón distinto. Lo que en verdad se va es poco e insignificante (muchos tickets, marcadores y plumas sin tinta, cartuchos de impresora y pilas, libros de Anne Rice). 
Mi cuarto se convierte de pronto en uno de esos cuadrados de juguete, en esos rompecabezas que tienen 15 cuadros numerados adentro y un espacio vacío que permite reacomodarlos... del 1 al 15, del 15 al 1, pares y luego nones... cada objetivo sospechosamente similar al anterior. Así juego siempre con los mismos elementos, las mismas 15 pendejadas a las que me aferro, cambiándolas de lugar con despecho, convirtiéndolas en el símbolo de una nueva vida, en el eje de un espacio distinto. Y así veo cómo los objetos se esfuerzan por resignificarse, por ganarse un lugar entre el espacio vacío que los mueve de abajo a arriba, veo cómo fingen decirme algo de mí misma, esperando a cambio una interpretación que los contextualice y los ayude a sentirse merecedores del nuevo lugar en el que los olvidaré hasta que decida arreglar todo una vez más.
Las cosas que tienen un pequeño nicho asegurado son:

- Un llavero de plástico con la foto de mi papá cuando tenía más o menos mi edad.
- Una caja de chocolates vacía, de procedencia dudosa.
- Un libro que le compré por lástima al hombre que hace la voz del Sr. Burns en Los Simpson en una feria del libro.
- Un llavero sin pila de Simon Says.
- Un folleto de Les Luthiers firmado por el de pelo blanco y largo.
- Una bolsa ziplock con cables que no tengo idea de qué son.
- Maquillaje caduco que por algún extraño motivo no me atrevo a tirar.
- La marca del rasguño de mi primer chihuahueño en la esquina de la puerta, de cada vez que quería entrar (siempre tocaba 3 veces – más de lo que puedo decir de mi hermano).
- El libro de Black Beauty que me regaló mi mamá hace miles de catorces de febrero, cuando todavía montaba a caballo.
- Un reloj Swatch de la oveja Dolly que me gané en un concurso de narrativa en 6to de primaria.
- Dos violines que nunca toco.
- Una cantidad obscena de incienso que nunca prendo.
- Una grabadora rosa de reportera que me compré hace diez u once años con la tapa de las pilas perdida.

Al final, cuando termino de arreglar todo, cuando me siento en medio de un kaleidoscopio fresco y recién girado, cuando recuerdo que todo eso es mío e imagino que dice a gritos exactamente cuál es mi posición en la vida y mi objetivo en el universo (ja), salgo y veo que el resto de la casa sigue igual, que el resto de la calle sigue igual – el mismo perro, quizá más viejo, la misma vecina loca, quizá más vieja, la misma pintura descarapelada, el mismo olor a vinagre de la casa de la esquina). Hay más ardillas en el jardín, las sillas del comedor están más rotas, las piedras de la calle están más flojas, la chapa de la puerta está más jodida y todos estamos más cansados.
Entonces me regreso a mi cuarto y cierro la puerta con el siempre requerido azotón para que no se vuelva a abrir y me recluyo en listas mentales, planes, recuerdos y posibilidades que, por desidia, no estoy dispuesta a llevar a cabo (en mis buenos días la llamo desidia, pero por lo general es sólo hueva). 
Todo lo anterior es cíclico, como la mayoría de las cosas relacionadas a mí (aunque algunos ciclos duran más que otros). Lo que me llamó la atención esta vez es que, como dije al principio, algo extraño pasó en medio de toda la familiaridad del proceso. Lo extraño es que por primera vez vislumbré tangiblemente la posibilidad de llevar una vida, dentro de 10 o 20 años, que no fuera totalmente de mi desagrado. Sin embargo, lo más extraño es que esto no sucedió en medio de un ataque de euforia o de insomnio y bocadillos nocturnos – esas noches en las que dejo la puerta del refri abierta o el agua corriendo entre lapsos de autismo- . Simplemente me vi llevando una vida común y corriente, acomodando mi casa, llegando de un trabajo que no me gusta, comiendo lo primero que encuentro, viendo repeticiones en la tele, leyendo esporádicamente un buen libro, viviendo con o sin alguien... y estuvo bien. Se sintió tranquilo, en orden, como debe ser. El sabor de la resignación no es del todo amargo, sobre todo si uno se acostumbra rápido a salivar con la campana de la mediocridad.
Tal vez no vuelva a arreglar mi cuarto en un rato.