viernes, 7 de noviembre de 2008

Adán y Eva

(Advierto que contiene pedazos de textos antiguos...osea, autoplagio, jajaja, pero me gustó más cómo quedó éste).

Dios observa desde la ventana el día de la creación y reverbera, animal pasivo, en las entrañas del hombre. Las palabras permanecen lejanas como una tentación, invertebradas, burlándose de quien busca trazar los conjuros de sus eróticas curvas clientes, de sus seseos soberbios y semidesnudos y de sus timbres febriles, atorados en el eco enrarecido de la pronunciación.
¿Qué se necesita para crear a un hombre? En un cuarto oscuro lo invoco, lo moldeo y así de fácil aparece. Todo funciona a la perfección. Los dedos articulan, la garganta traga y los párpados se mecen como horizontes rígidos en el mar de la mirada. Pero de pronto sus ojos de barro se secan y se resquebrajan, sus manos se agrietan al estirar las palmas, su pecho se rompe de aire y sus labios escupen guijarros hasta que no queda nada más que un charco de Adán y un par de minutos que aún me falta domesticar. En el fracaso retorcido de la palabra, me dejo envolver por las manecillas de otro domingo sin descanso.
Invoco su presencia nuevamente, pero nadie llega. Nadie me saca ni sacude, nadie me salva de perderme entre sueños tan tristes como la tarde y tan reales como el pensamiento. Nadie evita que intente de nuevo alejarme de esta soledad atea y rabiosa que habita sobre un montón de costillas a las que nadie llamará “mi compañera”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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La pared de los mensajes


En la pared de enfrente, cruzando la calle, había un mensaje blanco en fondo verde. Lo curioso resultaba del hecho, sorprendente, de que no era obra de la publicidad. Tampoco era un graffiti cualquiera y, mucho menos, pintado en una pared cualquiera. La pared quedaba enmarcada por la ventana del cuarto de Luis, arriba, a la izquierda. Abajo, el pavimento negro, arriba, el cielo azul y nubes blancas. En medio, el letrero.

Luis tomó un plumón negro —de esos indelebles—, caminó de su cuarto a la puerta de la entrada, cruzó la calle, llegó a la pared y siguió un culpable impulso de rebeldía, como un niño que hace una travesura (insignificante) por primera vez. Dibujó una flecha, de abajo hacia arriba, haciendo un medio círculo para apuntar al final del letrero. Escribió un mensaje nada creativo, y muy poco simpático, en su punto opuesto. “Jajajajaja, hasta parece que cambias el mensaje cada semana.”

Al día siguiente, abrió la ventana, miró para afuera, y, justo como no esperaba, leyó “pues no parece, güey!” No se sorprendió, sacó el plumón negro, bajó a la entrada, cruzó la calle. No escribió. Mientras pensaba “¡Ah jijo! ¿Ahora qué escribo?” se percató que una pared, vede, con letras blancas, le contestó. Evidentemente no era nada sobrehumano, supernatural o subnormal (bueno, esto último quizá sí). El caso es que cruzó la calle, regresó a la entrada, subió a su cuarto y se quedó ahí, impávido, viendo el letrero.

Cabe mencionar que, al principio, Luis, se sintió muy sofisticado al realizar su “travesura”. Escribió un recado al recado de la pared de enfrente. Nadie lo cachó —salvo una señora entrada en edad que lo olvidó poco después, tras mentar madres por “la juventud” y la “pérdida de valores”. Que la pared contestara, definitivamente, estaba fuera del plan.

Entonces, Luis, cómo cualquier individuo poco creativo que se enfrenta a una pared verde, superó su impavidez para volver a tomar el plumón. Ya frente a la pared escribió una muy creativa pregunta que, según estadísticas, habría también realizado el 96% de los hombres de entre 20 y 30 años, latinoamericanos, con estudios de licenciatura (el resto, seguirían impávidos): “¿Quién eres?”

La pared que, desde siempre, hacía mucho sentido, contestó “Una pared verde”. Esto sucedió al día siguiente, después de que Luis regresara a su cuarto y quedara impávido algún tiempo antes de irse a dormir. Luis, inevitablemente, contemplaba, impávido, el nuevo letrero.

La conversación continúa por varias semanas más con intervenciones como: “Las paredes no hablan” “Tú eres el que habla con una pared” “No eres una pared” “¿Entonces qué soy?” “Eres una persona” “¿Piensas que una pared es una persona?” Cuando la conversación llegó al típico “No mames”, Luis ¡por fin! tuvo la brillante idea de espiar a ver quién cambiaba los letreros de la pared.

El jueves por la noche, a eso de las 11, pasa un camión de redilas haciendo ruido, grump, grump. Una mujer sale, encapuchada, de la casa de a lado. Camina despacio y se cubre la cara con una bufanda roja. El farol pinta las sombras de naranja. Un grillo, en un jardín distante, hace cric cric. La mujer deja dos botes de pintura en el piso. Saca una brocha de la gabardina. Pinta con ágiles brochetazos la pared de verde y escribe con letras blancas: “Sí idiota, soy yo, tu vecina. ¡Ya baja!”